La política estadounidense hace tiempo dejó de ser solo política. Para millones de votantes evangélicos, se ha convertido en una extensión del púlpito. Y en esa iglesia improvisada, los políticos no son simples candidatos: son profetas, apóstoles o directamente instrumentos de Dios.
El ejemplo más grotesco es Donald Trump. Un hombre con un historial que haría sonrojar a cualquier pastor de domingo —juicios, divorcios, acusaciones de fraude— pero que, mágicamente, fue elevado al rango de elegido. Paula White-Cain, su consejera espiritual en la Casa Blanca, lo proclamó así en 2019: “Dios lo ha ungido para gobernar Estados Unidos”.
No es casualidad que alrededor del 80% de los evangélicos blancos votaran por Trump en 2016 y 2020. Ese voto no es pragmático, es casi litúrgico. Y el propio Trump lo sabe: en 2016 se jactó diciendo “Podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida y no perdería votos”. No era un chiste, era una radiografía de la devoción política disfrazada de fe.
El fenómeno es más amplio. Charlie Kirk, fundador de Turning Point USA y apóstol mediático del trumpismo, declaró: “Trump es el único presidente en la historia moderna que entiende la lucha espiritual de nuestra nación”. Ya no hablamos de economía o política exterior, hablamos de batallas entre ángeles y demonios.
Y del lado de los votantes, la narrativa no se queda atrás. Durante la campaña de 2020, en un mitin de Florida, una mujer declaró ante cámaras: “Trump es el elegido, lo envió Dios para salvarnos de los comunistas”. Otra, entrevistada por The New York Times, fue aún más clara: “Dios habló a través de los profetas: Trump es nuestro rey moderno”.
El problema es obvio: cuando la crítica política se convierte en “blasfemia” contra el ungido, todo se justifica. Recortar derechos, perseguir a minorías o dinamitar instituciones ya no son decisiones políticas, son mandatos divinos.
La paradoja es deliciosa en su cinismo: quienes dicen no adorar ídolos terminan idolatrando a un millonario con bronceado artificial como si fuera un nuevo Mesías. Y lo hacen con una fe que ni los evangelios hubieran podido imaginar.
Estados Unidos corre el riesgo de cambiar las boletas electorales por estampitas. Si esto sigue así, el próximo debate presidencial no será entre candidatos, sino entre santos de alquiler disputándose quién tiene la profecía más rentable.
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